Me llamo Lucy Barton por Elisabeth Street.

Dos de los críticos literarios a quienes suelo seguir, han calificado esta novela como obra maestra.  Por ello empecé su lectura con grandes expectativas, la verdad es que eso no es del todo bueno porque lees con prejuicios y eso le quita autenticidad a tus impresiones. Para mi al menos es inevitable considerar  acertados los juicios de los que admiro.

No se si yo hubiera dicho lo mismo sin leer esas reseñas, pero desde luego que creo que es un libro singular, que deja huella y al que vuelves muchas veces después de haberlo terminado.

No es la narración cronológica de unos hechos que tienen principio y  fin. Casi no hay hechos concretos a parte de la visita de su madre durante su estancia en un hospital, esta sirve de punto de partida para que la autora dibuje un mapa del viaje desde su pasado a su presente.

A penas son pinceladas de vida, imágenes muy poco explicitas en las que siempre flota un desasosiego de algo oscuro y perverso. El deseo de huir y avanzar y la incapacidad  del ser humano para evitar que las heridas de la infancia dejen una huella profunda que marca para siempre.

Cuando  estas leyendo  te planteas la pregunta de si el amor hacia una madre es algo animal e innato  en el  ser humano y de si es independiente de como sea esta o de la clase de amor que ella te dio.

La  autora tiene una habilidad increíble para adentrarnos en la psicología de los personajes, que son complejos, mediante cosas sencillas, cotidianas. Es a ratos tristísima, pero también tiene muchas dosis de ternura.


Al final me quedo con aquello que escribió Ana María Matute: la infancia es más larga que la vida.

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