Padura otra vez.
He leído casi
todo lo que ha publicado Leonardo Padura, mi primer libro suyo fue El hombre que amaba a los perros y desde
entonces soy su más rendida admiradora. Para mi, es uno de los mejores escritores en castellano vivo.
De la serie protagonizada
por Mario Conde había leído episodios salteados sin seguir el orden cronológico
en que fueron escritas y publicadas. Por eso, hace unos meses las abordé desde
otro punto de vista y empezar a leerlas desde la primera que fue publicada
en1991 hasta la ultima que salió 2013. Decidí contemplarlas no como una serie
de novelas policiacas sino como creo que están concebidas que es como una
excusa para contar historias. Al principio eran temas locales pero con cada
nueva entrega hay una aportación más en el sentido de profundizar el cuestiones
mucho mas generales. Por ejemplo en Mascaras
sobre el mundo de la homosexualidad o sobre la corrupción en Pasado perfecto y Tiempos de Cuaresma. En La
cola de la serpiente aborda el drama de la integración de los emigrantes (chinos en este caso) en culturas absolutamente distintas a las propias y las
consecuencias de extrañas misturas que suelen surgir de su mezcla.
Con La Habana
siempre como telón de fondo, poco a poco, los desarrollos se van haciendo más
ambiciosos hasta llegar a Herejes,
una obra mayor donde se plantea toda una
teoría sobre las causas y las consecuencias de la heterodoxia contemplada con
una perspectiva histórica que nos hace ver que los seres humanos no hemos
cambiado mucho a lo largo de la historia. Mostrando que las sociedades de la
Holanda del siglo XVII y la Cuba de la primera década del siglo XXI se muestran
igualmente incomprensivas ante los individuos que escapan por muy diferentes
razones de la ortodoxia del comportamiento social.
Padura crea desde
su primera obra, Pasado perfecto, a
Mario Conde, un personaje que se mueve en un mundo y en un tiempo que el conoce muy bien porque es el suyo y en
muchos momentos parece ser un trasunto de su identidad real. A la vez, crea un
coro de acompañantes que están presentes desde el inicio de la serie, con
diferente intensidad y presencia pero siempre con un crecimiento y una
maduración coherente con el paso del tiempo y las heridas del alma. Desde la
primera publicación hasta la última en han pasado veintidós años en los que nos
hemos reencontrado con una frecuencia periódica con este coro que esta
compuesto de seres reales pero que a la vez componen una metáfora de la
historia cubana; de los fracasos del
experimento social que quiso ser la isla en un mundo que se desmoronaba en la
distancia mientras allí resistían solos y privados de lo que solamente a unas
millas, en Miami, era algo al alcance de cualquiera. No me refiero solo a las
cosas materiales, también a la libertad. Alguno de ellos también les dejo y
viajo hacia la tierra que les acogía y sin embargo la distancia no acabó con
los vínculos indestructibles de su amistad y de cuando en cuando convocan a los
huidos a que compartan alegrías y penas.
Igual que en las
novelas de Mankell, la soledad es un personaje más que está presente en todos
sus libros. En las de Padura hay dos ingredientes sin los que no se entiende su
obra porque planean de manera ineludible sobre cada una de sus páginas y funcionan
como motor de la escritura. Una es la nostalgia de su pasado y de los tiempos
en que asistían al Pre de la Víbora donde se forjo la amistad del grupo. Melancolía
cuando recuerdan los proyectos de hombres y mujeres con que soñaban ser y la
realidad en lo que se han convertido. Y
el segundo el inmenso e indestructible amor por su patria, por su ciudad, por
su barrio y por su gente. Con estas dos claves leer a Padura es una experiencia
enriquecedora y preciosa.
Cuando le
concedieron el Premio Princesa de Asturias me alegre muchísimo porque fue un
justo reconocimiento a un grandísimo escritor que espero seguir disfrutando
muchos años mas pues aún está en la plenitud de su creatividad vital y me encantará
saber como contemplará Conde los nuevos tiempos que van a llegar a Cuba.
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